En el escenario del conflicto armado, ha sido emblemático para el país pues fungió como uno de los centros de operaciones más importantes de la guerrilla de las extintas FARC, y hoy tras los acuerdos de la Habana, es un territorio en disputa entre disidencias de ese grupo subversivo, grupos asociados al narcotráfico y otros actores armados, quienes promueven cultivos de uso ilícito, como la coca, los cuales generan fuertes procesos inflacionarios a nivel local, y que junto con la ganadería extensiva, la tala indiscriminada y la explotación minera ilegal, han generado un escenario de grave deterioro ambiental y social, que en los últimos años se ha profundizado.
Las economías ilegales y extractivas, históricamente, han desestimulado la producción local de alimentos, provocando una alta dependencia agroalimentaria externa. Esto ha generado hoy un alto grado de vulnerabilidad frente a la disponibilidad y acceso a alimentos en momentos de crisis, donde las familias más vulnerables y aisladas afrontan con mayor rigor los impactos del costo y acceso a la canasta básica.
Esta situación justifica la necesidad de promover modelos sostenibles de autoabastecimiento alimentario que contribuyan, tanto a reducir dicha dependencia y a sensibilizar a los pobladores sobre la necesidad de producir localmente alimentos. Si bien, se han emprendido iniciativas en ese sentido en años anteriores, muchas de ellas en el marco de los Acuerdos de Paz, aún no se logra revertir completamente dicha dinámica, y como se indicó anteriormente, la “cultura de la coca y de la ganadería” es un factor estructural que aún persiste generando una inercia que desestimula la producción agroalimentaria propia y los procesos de soberanía alimentaria.
Sumado a lo anterior, las grandes distancias entre los asentamientos poblados, los altos costos derivados del acceso principalmente por vía fluvial, la dispersión de la población (aproximadamente 1 hab/km2), una baja y en muchos casos nula conectividad a Internet, así como, una fragmentación social derivada de esta larga historia de conflicto armado y narcotráfico, han impedido un proceso de cohesión social, de visión territorial o de construcción de una identidad propia por parte de los pobladores de toda la cuenca.
De igual manera, la guerra también ha generado barreras para la construcción de confianza entre algunas comunidades y de éstas con actores externos. Las posibilidades de encuentro, diálogo y articulación social, han sido aún más precarias entre mujeres y jóvenes, debido a las dinámicas patriarcales que existen en el territorio que otorgan a los hombres mayores posibilidades de movilidad y acceso a las actividades económicas o socioculturales.
Los riesgos de reclutamiento forzoso, son otro elemento que imponen retos de movilidad a los y las jóvenes en el territorio generando riesgos a procesos de acción colectiva y trabajo en red.
Las dinámicas de violencia, no solamente se presentan en el escenario territorial, sino que se perpetúan con mayor gravedad al interior del hogar en donde, según el PNUD durante el 2017 la tasa de violencia intrafamiliar fue de 105,5 casos por cada 100.000 habitantes, presentándose 358 denuncias y 1.052 denuncias de violencia de género.Esto imposibilita y dificulta aún más la posibilidad de participación de mujeres, jóvenes y niños y niñas en procesos sociales¹.
Esta situación se agudiza, por el escenario de riesgo permanente en que se encuentran los jóvenes, quienes históricamente han sido víctimas de procesos de reclutamiento ilegal, así como de mano de obra para actividades ilegales, ante las pocas oportunidades de empleabilidad que la región les ofrece. Así mismo, la migración a la ciudad, bien huyendo de la violencia o en busca de mejores oportunidades educativas o laborales, ha sido un fenómeno permanente, que también afecta la sostenibilidad generacional del territorio.